domingo, 14 de diciembre de 2014

Santa María del Mar

Suelo visitar a menudo la preciosa iglesia de Santa María del Mar, uno de los templos más hermosos que conozco. El paseo sale desde la Estación del Norte, fcruza por paseo de San Juan y su Arco del Triunfo y luego se pierde por las sinuosas y vivas calles del Barrio de la Ribera. A veces por la calle Comercio, otras dando un rodeo por Carders o recorriendo Sant Pere més Baix hasta el Mercado de Santa Caterina: dejo que mis pasos dibujen el plano y llego. Al final siempre llego.



Hay, eso sí, un lugar que evito. El mal gusto nacionalista ha sovietizado la antaño encantadora plaza Comercial, situada enfrente del Mercado de El Born y ha convertido lo que debiera ser una bibliotica provincial en una suerte de mausoleo a los caídos en la guerra de sucesión y patrocinado por una marca de cerveza. A los caídos, claro, que apostaron por el bando perdedor y cuya derrota se rememora cada 11 de septiembre en un absurdo aquelarre de enseñas, antorchas y discursos totalitaristas. Los alérgicos a la bandera deben evitar hoy esta plaza, en la que se han sustituido los árboles que sombreaban los estíos por una enorme bandera catalana y un pavimento de cemento armado y escasa gracia.

Evito, pues, el mamotreto y camino hasta el templo.

En verano los alrededores de la Basílica de Santa María del Mar adolecen de una cantidad de turistas despistados y a medio vestir que llega a hacerse incómoda. Si no ha llovido en días, las calles huelen a orín y espacio cerrado, poco ventilado y cargado de humedad. En invierno la zona es una delicia, sobre todo por la noche, cuando las farolas iluminan el suelo con un halo tenue que realza las superficies rugosas de las paredes medievales, los pórticos ovalados y los minúsculos escaparates de los talleres en los que trabajan artesanos locales. Con frío, el barrio se muestra más silencioso, más solitario y más denso.

De estilo gótico mediterráneo. De nave única. Desnuda. Sencilla. Elegante. Sólida. Austera. Y muy bella. Desde fuera parece un edificio chato y robusto, enclavado en un espacio angosto y nada atractivo. En la fachada principal apenas destaca un enorme rosetón y unos modestos bajorrelieves que poco se asemejan a las flamígeras veleídades del gótico del norte de Europa. Luego, se entra en la Basílica y ¡pum! Uno empieza a asombrarse del contraste entre el fuera y el dentro.

Lo que fuera es macizo y contundente es dentro fino y ligero. El espacio parece multiplicarse y crecer, sostenido por unas elegantes y ágiles columnas octogonales que se elevan hacia el cielo y candan en unas bovedas decoradas con motivos religiosos. Aquí todo es armónico, agradable y comedido. La luz difusa, suave y tenue se filtra a través de unos vitrales coloristas que narran la historia de Santa María del Mar, desde que fuera construida durante el siglo XIII por los pescadores y estibadores que habitaban en el entonces popular barrio de la Ribera.

En el ábside la frecuencia de las columnas aumenta, dando relieve a la parte más sagrada del templo, que sigue destinada a la liturgia y en la que a menudo se dan conciertos de música sacra, desde Händel hasta gospel con sabor a jazz. A veces también se canta durante la misa para sorpresa de los guiris que intentan, en vano, retratar el momento con los objetivos de sus cámaras. Ellos están poco rato, dan un vistazo rápido y salen en busca de la siguiente parada. Resulta curiosa la actitud ajena de los que siguen misa obviando el trasiego que los rodea. Observar a los humanos siempre me ha parecido un ejercicio interesante y, aquí, puedo hacerlo sin que nadie se ofenda.

También merece la pena sentarse un rato en uno de los bancos de madera del templo y dejar que la paz de unas piedras hermosas y centenarias inunden el espíritu. Y luego, para celebrar que conoces este encantador rincón de la ciudad puedes subir por Montcada y tomarte unos vinos en el Xampanyet o el Euskal Etxea. Enfilar hasta Princesa a comer un arrocito en el Senyor Parellada o una fondue en la Cua Curta. O seguir por el Passeo de El Born y beberte un mojito en el Berimbau o en el Pitín Bar.


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