El sábado por la tarde Marta llamó entre lágrimas.
- Tía. Estoy en el hospital. Me he roto el tobillo.
Mierda, pensé, pues me quedo sin plan para hoy. Adiós cena, adiós
discoteca, adiós chicos. A la mierda.
- ¿Cómo que te has roto el tobillo? ¿Qué ha pasado?
Marta no paraba de llorar y apenas pude entender que se lo habían roto. Que
el capullo que tenía por novio se lo aplastó con la puerta del coche mientras
ella salía y que ahora ella estaba con su hermano en el hospital. Con el tobillo
roto y llorando sin parar.
- Tienes que denunciarle, le dije. Primero cálmate y luego le denuncias. Qué
hijo de la gran puta, cabronazo. ¿Te duele?
Marta seguía llorando y claro que le dolía. Decía que no, que no iba a
denunciar. Que mejor dejarlo estar y que tenía miedo de que si lo denunciaba el
chico volviese a pegarle. Más tarde me contó que era normal que el chico la abofetease, que lo había hecho en varías ocasiones y yo quise echarle la mayor bronca de su vida. Pero, ¿para qué?
Hacía ya tiempo que Marta estaba mal, deprimida, sin salir de casa apenas y
vomitando cada uno de los atracones que se daba. Estaba tan mal que incluso se dejaba pegar por un capullo al que yo quería matar.
A mí me daba miedo acabar como ella. Yo tampoco salía mucho de casa y
también vomitaba los atracones que me daba. Ella pesaba unos 47 kilos y yo, por
fin, había conseguido subir a 49. Seguíamos sin poder soportar nuestra imagen
aunque ya no nos contábamos como antes todo lo que hacíamos para perder medio
kilo, un quilo, 100 gramos de peso.
Así que me callé. Me puse a llorar, le di un abrazo muy denso y me callé. No supe qué más hacer.
Pensé que no quería estar tan mal como para dejar que nadie me pegara. Pensé
que Marta se merecía una vida mejor. Pensé en que nadie podía entender qué nos
pasaba y que si alguien se enteraba de que a Marta su novio le había roto el
tobillo todo el mundo se reiría de ella. Quise protegerla y evitar que pasara vergüenza y que los demás hablaran sobre ella. Le prometí no contárselo a nadie.
Marta y yo nos separamos. Creo que esa promesa me pesó demasiado y aún hoy me
sigue pesando. Yo no supe cómo ayudar a mi amiga y apenas entiendo cómo hice
para ayudarme a mí. Tuve que alejarme, tuve que construirme de nuevo en otro
ambiente, con otra gente. No he sabido mucho de ella desde aquel día en que
llamó llorando. Alguna vez le he escrito y ella me ha contestado. Sé que ahora
vive lejos, pero no sé ni a qué se dedica, ni si tiene familia, ni si es feliz o no, ni si se
acuerda de mí.
La adolescencia cicatriza mal y deja una herida que molesta para el resto de
la vida. Incluso aunque la acaricies levemente, molesta.
1 comentario:
Desgarrador. Si al mal de la violencia de género le sumamos adolescencia sale una bomba de relojería. No me extrañaría que en los tiempos actuales de polarización hacia los extremos, la violencia adolescente en parejas sea más intensa y frecuente de lo que nos pensamos. A mi pesar. Esto sólo se soluciona con educación
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